¡No me habléis de Jesucristo!

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A mediados del último siglo, vivía un conde sajón, que había sido educado en el Deísmo – doctrina que admite la existencia de un Dios, pero niega la revelación y rechaza el culto – y se gloriaba de ser adversario declarado de la fe cristiana y de las Sagradas Escrituras. Sintiéndose ya viejo y cerca de su fin, forzado por algún escrúpulo de conveniencia o de conciencia, hizo venir a su hogar al predicador de la Iglesia Evangélica, al que estimaba mucho por sus talentos y por sus virtudes. Teniéndole ya a su lado, le habló de la siguiente manera:


-Yo soy deísta convencido, ya usted lo sabe; mas en medio de todo, yo me tengo por persona religiosa, y quiero estar preparado para una buena muerte. Yo tendré mucho gusto en recibir a usted en mi casa cuantas veces quiera venir a verme; pero con una condición, que no me hable usted mas de Dios y sus perfecciones; no me hable usted de Jesucristo, de ese Dios hecho hombre y de la fe en El; no necesito de él para salvarme, bástame mi Dios.


Después de algunos momentos de vacilación, el predicador aceptó las condiciones propuestas. Hizo al enfermo la primera visita, en la cual le habló con palabras ardientes y llenas de celo por la causa del Señor, del poder, de la sabiduría y de la bondad de Dios, y como se manifiestan en la obra de su creación. El viejo conde dio grandes señales de satisfacción. Mas en la segunda visita el prudente y esforzado Pastor dirigió ya por otro camino sus observaciones: habló de la santidad de Dios y del horror que por esencia le causa el pecado; habló también de su omnipresencia, por la cual ve todo lo que pasa, hasta en los secretos más recónditos del corazón humano, y de su justicia, que busca y castiga al pecador a donde quiera se encuentre, sea en el fondo del mar como Jonás, o en las alturas encumbradas del tromo como a Saúl. De pronto el tenaz deísta guardó silencio, y se podían ver en su semblante adusto señales de que su alma estaba sintiendo en esos momentos solemnes alguna grave turbación.


Al terminar la plática, dejó solo al enfermo para que pudiese meditar profundamente en lo que habían hablado. Y efectivamente el conde comenzó a recorrer en su memoria las distintas etapas de su vida y a recordar los muchos pecados con que a través de su dilatada existencia había ofendido a ese Dios que él llamaba tan bueno, y que aunque él los creía ya olvidados para Dios estaban frescos y presentes para tortura suya; y verdaderamente el recuerdo de Dios: omnipotente, omnisciente y omnipresente y justo ya comenzaba ahora a inquietarle e importunarle. Y como su amigo pastor tardase un tanto en su tercera visita, el enfermo le hizo llamar.


Entonces le abrió su corazón, le dio cuenta de los serios temores que atemorizaban su alma, y le suplicó que no le abandonase en esta difícil situación de su espíritu, sino que le indicase algún medio eficaz para devolverle la paz, que ahora ansiaba más que nunca.


“Pero, amigo mío, respondió el Pastor, usted me ha prohibido hablarle precisamente de ese remedio, pues el convenio que hicimos antes de nuestra primera conversación fue que yo ni le nombrase siquiera al Señor Jesucristo y su gran oferta de salvación, que es la única que puede librar al hombre de todos sus temores. Entiéndalo bien, de todos sus temores sin excepción”.


– Pues yo levanto esa prohibición – respondió el enfermo con energía; -Hábleme usted de Él, mi conciencia lo necesita.


Y el buen ministro del Evangelio le habló con gran satisfacción del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; de aquel de quien dijo San Pablo: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; de Aquel, en fin, cuya sangre nos limpia de todo pecado y que es la propiciación por nuestras rebeliones.


Y el viejo e incrédulo conde abrió su alma a la fe en Jesucristo, como la flor abre sus pétalos a la luz del sol y es vivificada; creyó en Dios Padre amoroso que envió al mundo a su Hijo para redimir al mundo; para que todo aquel que en El crea no perezca, sino tenga vida eterna. Con ello todos sus temores fueron disipados. Y desde aquella feliz hasta la de su muerte, el buen enfermo decía siempre, como un canto de vida y esperanza:


“Habladme, habladme de Jesucristo, porque en ello mi alma encuentra la más dulce y tierna paz de toda mi vida”.


Tomado de Revista Fuego de Pentecostés Nº 219

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