El fruto de nuestras acciones hace eco en la eternidad dejando atrás nuestros discursos

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jueves 31 de enero de 2013 – 05:47 p.m. 81

Corría el año 1914, mes de diciembre, la familia Torino esperaba el nacimiento de su primer hijo varón a quién le pusieron por nombre Jeremías, tal como lo habían pensado con mucha anticipación..

Pero no fue sino hasta los 10 años cuando comenzó en Jeremías el sueño de ser misionero.  Entusiasmado, se lo contó a sus padres,  pero ellos solamente lo felicitaron pensando que al día siguiente lo olvidaría. Pero para sorpresa de ellos, este anhelo tan profundo no era algo que el tiempo podría borrar.

Promediando su carrera de  medicina, se sinceró con sus padres, expresándoles que quería abandonar la universidad para dedicarse a ser misionero y de tal manera predicar la palabra de Dios. Al no saber que hacer, los padres acudieron al pastor de su iglesia, quién muy sabiamente les aconsejó que no le permitieran bajo ningún punto de vista, abandonar su carrera. Pero la madre entre preocupada y asombrada por la respuesta preguntó:  ¿pero que pasaría si se le apaga el llamado de Dios que tiene desde hace tanto tiempo?,  el pastor contestó, si es un verdadero llamado de Dios, no se apagará jamás.

Jeremías terminó sus estudios, ahora era “el Doctor Jeremías”, una vez graduado pensó  que por fin después de tanta espera, ahora podría cumplir su verdadero sueño, el de ser misionero. Su iglesia lo mandó a un pequeño pueblito de un país africano. En dicho lugar, no aceptaban pastores ni misioneros de ninguna religión,  pero necesitaban un médico y de esa manera se le abrieron las puertas para vivir en ese pueblo.

Pronto se instaló en un cuarto amplio, Jeremías pensó, que en ese lugar, de día sería un templo y de noche su dormitorio, lo que quería en realidad era predicar la Palabra de Dios. Pero no todas eran buenas noticias, las autoridades del pueblo le dijeron que no querían que predicara o que hable de dioses extraños, y le dejaron bien en claro, que solo le permitieron la entrada, porque necesitaban un médico, pero que si se enteraban que él estaba predicando, lo iban a expulsar del pueblo.

Aquel amplio dormitorio se transformaba durante el día en un consultorio médico, casi todo el pueblo pasaba por ese cuarto sin más deseo que solo oír un diagnóstico médico. A la edad de 67 años, Jeremías enfermó, pasaron algunos días y fue trasladado a la ciudad más cercana donde podría ser atendido de mejor manera, aunque dos días después falleció.

La iglesia que lo había mandado, lo honró con una plaqueta que decía: “un hombre de Dios, que dio su vida por Dios, haciendo lo que él le había mandado a hacer”, más no tardaron mucho en mandar a otro misionero para concluir el trabajo. Se trataba de otro médico para que no tuviera ningún problema en su ingreso. Cuando llegó al pueblo, las autoridades le dijeron: ¿es usted doctor?, si,  respondió tímidamente el misionero, ¿y conoce al Dios de Jeremías?, preguntó uno de ellos,  si, le respondió. Que bien, dijo uno de los líderes del pueblo, queremos oír del Dios de Jeremías porque si hay un Dios que pueda hacer las maravillas que hizo por las manos de este hombre queremos conocerlo y saber de Él.

Esa noche, aquel mismo consultorio se convirtió en el templo de Dios que Jeremías había soñado tiempo atrás. En ese momento aquel misionero comprendió todo: Jeremías predicaba usando sus bosquejos pero aún mas con sus acciones. Muchos de los que lo rechazaban se convirtieron a Cristo. Su legado fue mucho más que palabras, fueron hechos. Porque el fruto de nuestras acciones hace eco en la eternidad dejando atrás nuestros discursos.

Hay mucha gente que habla y muy lindo pero para predicar, también hace falta el ejemplo.

Que tus acciones hablen más alto que tus palabras…

Por: Héctor Colque.

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